Grijalbo. (Grijalbo Mondadori) Primera edición, 1996. Barcelona.
Victoria Camps trata en este libro el problema de la situación de lo público. Problema anunciado a través de las palabras que Benjamin Constant [1] usa para diferenciar la libertad de los modernos respecto a la de los antiguos: “Ya no podemos disfrutar de la libertad de los antiguos que consistía en el disfrute del poder colectivo. Ahora nuestra libertad ha de consistir en el disfrute apacible de la independencia privada.”. Algo que nos remite principalmente a dos cuestiones: 1-¿dónde queda ahora la vida pública?; 2-¿en qué consiste la libertad que ahora puedo ejercer en la vida privada? A lo largo del libro Camps ofrece respuestas a varios aspectos de estas dos preguntas, al tiempo que también considera otros temas e implicaciones.
El libro ha sido estructurado en tres partes. La primera, “la debilidad de la política”; la segunda, “Educación y valores”; y la tercera “Medios de educación y democracia”. Esto ya deja entrever cómo es el problema y de qué forma es afrontado por la autora. En la primera parte se nos explica algo en lo que casi todos parecemos asentir y, sin embargo, pocos alcanzan a comprender (todavía son menos los que se ponen de acuerdo). La degeneración actual de la política en el sistema democrático occidental.
Si tenemos en cuenta cómo la autora se refiere a varias características de las ideologías cabría pensar que considera a todas ellas necesarias a través de un discurso global, confirmando además lo que ella misma dirá en un capítulo posterior: “[...] ninguna experiencia es plenamente real hasta que ha sido “hablada” (pág.131). Algo que prolonga desde la afirmación de Berger y Luckmann: “el vehículo más importante del mantenimiento de la realidad es el diálogo.” (pág.131).
Camps acertadamente se da cuenta de la pérdida de rumbo de la izquierda. En parte debido a su propia idiosincrasia. Por ejemplo, renunciando a establecer un discurso sobre distintos temas (aborto, natalidad,…) al limitarse a dejarlo a decisión de cada individuo. Otra parte de la deriva actual proviene de las equivocaciones y sesgos al llevar a cargo el programa, algo que ha ido restando diferenciación con de la derecha política hasta el punto de encontrarse inmersa en el mismo proceso capitalista que ésta última. Sin embargo Camps implícitamente alecciona para seguir luchando por la legitimación de la izquierda, aunque sea de una forma un tanto sorprendente. En varias ocasiones se refiere a la izquierda como la encargada de hacer distintos logros sociales: “Para corregir las desigualdades son precisas políticas de igualdad que favorezcan a los sectores menos favorecidos y más marginados. A la izquierda le corresponde identificar a esos sectores […]” (pág.21) Y, de nuevo respecto a la desigualdad social también le corresponde a la izquierda esta función: “¿Cómo debería de actuar la izquierda para corregir este estado de cosas?” (pág.29). Ciertamente, de forma más o menos velada, no suele estar entre las prioridades de la derecha el velar por los más favorecidos. Pero otorgar exclusivamente a una orientación política el velar por derechos humanos básicos parece, como poco, chocante. Más que nada porque deslegitimaría a la opción que se evade e incluso chocaría con la preocupación heredada de Levinas que tiene la autora por “el otro”. “La derecha civilizada ha hecho suyas las mayores conquistas de la izquierda: el estado del bienestar, la ecología, el feminismo.” (pág. 18), nos dice Camps. Pero es que este “logro” de la derecha no es tal. El conservadurismo, casi por definición, acepta los valores consagrados y muestra renuencia hacia los nuevos. De esta manera la posición de derechas mostró oposición al divorcio cuando éste comenzaba a ser propuesto. Una vez que se estableció deja de oponerse a él para proyectar el rechazo hacia las nuevas propuestas. Por ejemplo, la actual repulsa al matrimonio entre personas del mismo sexo. Así pues este modo de obrar de la derecha la obliga a fagocitar “conquistas de la izquierda”, de los sectores que son más progresistas que ella. Si bien es verdad que esto cambia el significado del mensaje original al circunscribirlo a una nueva orientación ideológica, ello no puede despistar sobre el verdadero fin que originalmente tuvieron estas “conquistas”.
Aunque en el obrar político puede resultar conveniente la petición de Webber -a la que asiente Camps - de buscar un equilibrio entre la responsabilidad de las consecuencias y la fidelidad a unos principios éticos, hay que tener precaución a la hora de establecer las últimas vinculaciones que lo fundamenten. A mi modo de ver es un error afirmar que “Cada cual debe responder también ante su conciencia de lo que hace.” (p.49). Esta frase hecha, tan común, que ha inducido a infinidad de equivocaciones, debe ser observada cuando el término conciencia es tomado en acepciones de esta clase (R.A.E.): 2. f. Conocimiento interior del bien y del mal. Porque si lo hacemos respecto a alguna de las que se refieren a la concordancia entre modo el modo de ser y el de actuar ( 4. f. Actividad mental a la que solo puede tener acceso el propio sujeto.5. f. Psicol. Acto psíquico por el que un sujeto se percibe a sí mismo en el mundo.) podremos encontrarnos en la paradoja de que un individuo con una mente asesina actuará conforme a su conciencia si se dedica a matar a otras personas, ya que sí se produce la adecuación entre el obrar y el pensar
En este desorden social Victoria se ve necesariamente obligada a ubicar el papel de la religión. Teniendo en cuenta que su vida se ha desarrollado en torno a la ética cabría suponer que preferiría otorgar a la religión un papel secundario [2], pero sorprende que en unas pocas líneas y con un análisis superficial pretenda justificarlo: “Las Iglesias aparentan una pertenencia más terrenal que de otros mundos. También la política ha puesto la religión a su servicio cuando le ha parecido útil a sus intereses. Las guerras entre estados fueron en tiempos- y sigue siendo aún, en ocasiones – guerras de religión.” (pág. 60) Aunque no le falta razón a estas palabras, ya que es cierto que muchas de las mayores barbaridades de la historia de la humanidad han sido hechas en nombre de la religión, también es cierto que remitirse únicamente a afirmaciones de esta clase es sesgado ya que la religión no ha sido únicamente negativa para la humanidad. Más grave es esta afirmación:
[1]: Benjamin Constant, Escritos políticos, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1989, págs. 257-285.
[2]: “De un modo u otro, la ética ha venido a sustituir la religión. No hay ya una religión verdadera, pero debe haber alguna verdad del ser humano a la que asirse para no perecer en la lucha a muerte por retener o aumentar la parcela de poder –político o económico- que cada uno tiene”. En: Victooria Camps, ”El malestar de la vida pública”. Grijalbo.(Grijalbo Mondadori) Primera edición, Barcelona 1996.(p.70-71)
[3]: Algo a lo que ya me he referido en la reseña del libro de Victoria Camps “Paradojas del individualismo”
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Página personal de Victoria Camps
Blog de Victoria Camps
Victoria Camps trata en este libro el problema de la situación de lo público. Problema anunciado a través de las palabras que Benjamin Constant [1] usa para diferenciar la libertad de los modernos respecto a la de los antiguos: “Ya no podemos disfrutar de la libertad de los antiguos que consistía en el disfrute del poder colectivo. Ahora nuestra libertad ha de consistir en el disfrute apacible de la independencia privada.”. Algo que nos remite principalmente a dos cuestiones: 1-¿dónde queda ahora la vida pública?; 2-¿en qué consiste la libertad que ahora puedo ejercer en la vida privada? A lo largo del libro Camps ofrece respuestas a varios aspectos de estas dos preguntas, al tiempo que también considera otros temas e implicaciones.
El libro ha sido estructurado en tres partes. La primera, “la debilidad de la política”; la segunda, “Educación y valores”; y la tercera “Medios de educación y democracia”. Esto ya deja entrever cómo es el problema y de qué forma es afrontado por la autora. En la primera parte se nos explica algo en lo que casi todos parecemos asentir y, sin embargo, pocos alcanzan a comprender (todavía son menos los que se ponen de acuerdo). La degeneración actual de la política en el sistema democrático occidental.
Si tenemos en cuenta cómo la autora se refiere a varias características de las ideologías cabría pensar que considera a todas ellas necesarias a través de un discurso global, confirmando además lo que ella misma dirá en un capítulo posterior: “[...] ninguna experiencia es plenamente real hasta que ha sido “hablada” (pág.131). Algo que prolonga desde la afirmación de Berger y Luckmann: “el vehículo más importante del mantenimiento de la realidad es el diálogo.” (pág.131).
Camps acertadamente se da cuenta de la pérdida de rumbo de la izquierda. En parte debido a su propia idiosincrasia. Por ejemplo, renunciando a establecer un discurso sobre distintos temas (aborto, natalidad,…) al limitarse a dejarlo a decisión de cada individuo. Otra parte de la deriva actual proviene de las equivocaciones y sesgos al llevar a cargo el programa, algo que ha ido restando diferenciación con de la derecha política hasta el punto de encontrarse inmersa en el mismo proceso capitalista que ésta última. Sin embargo Camps implícitamente alecciona para seguir luchando por la legitimación de la izquierda, aunque sea de una forma un tanto sorprendente. En varias ocasiones se refiere a la izquierda como la encargada de hacer distintos logros sociales: “Para corregir las desigualdades son precisas políticas de igualdad que favorezcan a los sectores menos favorecidos y más marginados. A la izquierda le corresponde identificar a esos sectores […]” (pág.21) Y, de nuevo respecto a la desigualdad social también le corresponde a la izquierda esta función: “¿Cómo debería de actuar la izquierda para corregir este estado de cosas?” (pág.29). Ciertamente, de forma más o menos velada, no suele estar entre las prioridades de la derecha el velar por los más favorecidos. Pero otorgar exclusivamente a una orientación política el velar por derechos humanos básicos parece, como poco, chocante. Más que nada porque deslegitimaría a la opción que se evade e incluso chocaría con la preocupación heredada de Levinas que tiene la autora por “el otro”. “La derecha civilizada ha hecho suyas las mayores conquistas de la izquierda: el estado del bienestar, la ecología, el feminismo.” (pág. 18), nos dice Camps. Pero es que este “logro” de la derecha no es tal. El conservadurismo, casi por definición, acepta los valores consagrados y muestra renuencia hacia los nuevos. De esta manera la posición de derechas mostró oposición al divorcio cuando éste comenzaba a ser propuesto. Una vez que se estableció deja de oponerse a él para proyectar el rechazo hacia las nuevas propuestas. Por ejemplo, la actual repulsa al matrimonio entre personas del mismo sexo. Así pues este modo de obrar de la derecha la obliga a fagocitar “conquistas de la izquierda”, de los sectores que son más progresistas que ella. Si bien es verdad que esto cambia el significado del mensaje original al circunscribirlo a una nueva orientación ideológica, ello no puede despistar sobre el verdadero fin que originalmente tuvieron estas “conquistas”.
Aunque en el obrar político puede resultar conveniente la petición de Webber -a la que asiente Camps - de buscar un equilibrio entre la responsabilidad de las consecuencias y la fidelidad a unos principios éticos, hay que tener precaución a la hora de establecer las últimas vinculaciones que lo fundamenten. A mi modo de ver es un error afirmar que “Cada cual debe responder también ante su conciencia de lo que hace.” (p.49). Esta frase hecha, tan común, que ha inducido a infinidad de equivocaciones, debe ser observada cuando el término conciencia es tomado en acepciones de esta clase (R.A.E.): 2. f. Conocimiento interior del bien y del mal. Porque si lo hacemos respecto a alguna de las que se refieren a la concordancia entre modo el modo de ser y el de actuar ( 4. f. Actividad mental a la que solo puede tener acceso el propio sujeto.5. f. Psicol. Acto psíquico por el que un sujeto se percibe a sí mismo en el mundo.) podremos encontrarnos en la paradoja de que un individuo con una mente asesina actuará conforme a su conciencia si se dedica a matar a otras personas, ya que sí se produce la adecuación entre el obrar y el pensar
En este desorden social Victoria se ve necesariamente obligada a ubicar el papel de la religión. Teniendo en cuenta que su vida se ha desarrollado en torno a la ética cabría suponer que preferiría otorgar a la religión un papel secundario [2], pero sorprende que en unas pocas líneas y con un análisis superficial pretenda justificarlo: “Las Iglesias aparentan una pertenencia más terrenal que de otros mundos. También la política ha puesto la religión a su servicio cuando le ha parecido útil a sus intereses. Las guerras entre estados fueron en tiempos- y sigue siendo aún, en ocasiones – guerras de religión.” (pág. 60) Aunque no le falta razón a estas palabras, ya que es cierto que muchas de las mayores barbaridades de la historia de la humanidad han sido hechas en nombre de la religión, también es cierto que remitirse únicamente a afirmaciones de esta clase es sesgado ya que la religión no ha sido únicamente negativa para la humanidad. Más grave es esta afirmación:
“La religión proclama la miseria del hombre, criatura de un dios, y es, al mismo tiempo, consuelo de esa miseria. Las religiones incluyen una normativa, una ética, pero no se reducen a ella. Su doctrina obliga a creer en algo más que en las normas que han de gobernar la conducta: un dios, un más allá de la muerte, una salvación final. Las creencias varían de unas religiones a otras, pero sin fe no hay religión” (pág.59)Si en la anterior cita parece distinguirse la confusión entre iglesia y religión, en la última nos encontramos con uno de los repetidos vicios (aunque pocos, entre las muchas virtudes de su pensamiento) de no ser capaz de ver más allá del contexto sociocultural al que pertenece [3] En este caso la confusión procede de tomar la parte por el todo suponiendo que algunas de las características del cristianismo son igualmente comunes a otras religiones o al hecho religioso. Así tenemos religiones no-teístas como el budismo que no conllevan necesariamente un dios, o doctrinas religiosas, como sucede en varias prácticas del judaísmo, que no precisan de la existencia de fe.
[1]: Benjamin Constant, Escritos políticos, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1989, págs. 257-285.
[2]: “De un modo u otro, la ética ha venido a sustituir la religión. No hay ya una religión verdadera, pero debe haber alguna verdad del ser humano a la que asirse para no perecer en la lucha a muerte por retener o aumentar la parcela de poder –político o económico- que cada uno tiene”. En: Victooria Camps, ”El malestar de la vida pública”. Grijalbo.(Grijalbo Mondadori) Primera edición, Barcelona 1996.(p.70-71)
[3]: Algo a lo que ya me he referido en la reseña del libro de Victoria Camps “Paradojas del individualismo”
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