Editorial Galaxia: "Repensar o mal. Da poneroloxía á teodicea". En lengua gallega. Primera edición, 2010 (Vigo).
Editorial Trotta: "Repensar el mal. De la ponerología a la teodicea". En lengua castellana. Primera edición, 2011 (Madrid) [1].
Andrés Torres Queiruga sintetiza en este libro sus respuestas a una inquietud que ya en sus tiempos de estudiante en la Facultad de Comillas le venía ocupando y preocupando. Nos cuenta como, por entonces, tuvo la intuición de “el bote de cola-cao” lleno de piedras (p.88) en el cual era imposible que todas las piedrecitas cuadrasen perfectamente. Una imagen que, según él mismo confiesa, viene a ilustrar la imposibilidad de conseguir un orden perfecto en un mundo necesariamente finito. Así pues Queiruga ha ido desarrollando sus ideas respecto al tema al tiempo que ha sabido ver las posibles objeciones que se le pueden presentar. Creo que en este sentido Queiruga ha sido especialmente sensible, no sólo ante el propio problema del mal que otros autores contemporáneos eluden afrontar [2] en tanto que él siempre se ha mostrado dispuesto a leer cualquier clase de escrito referido al tema que cayese en sus manos, sino también ante las críticas y las posibles críticas, consiguiendo un libro meritorio que, podrá gustar en mayor o menor medida, pero que siempre hará reflexionar al saber alcanzar los recovecos de unos de los principales problemas de la filosofía (especialmente de la filosofía de la religión) y de la teología.
Partiendo de la influencia de Leibniz, al que el autor atribuye haber abierto el camino para la resolución de algunos de los aspectos fundamentales del problema del mal, Queiruga construye sus propias explicaciones al tiempo que busca responder afanosamente a toda clase de sombra de duda que cualquier crítica pueda presentarle. Teniendo en cuenta que el Terremoto de Lisboa supuso, históricamente hablando, el fin de la visión optimista espoleada por Leibniz, no es de extrañar que Queiruga se vea en la necesidad de no dejar títere con cabeza entre los más destacados filósofos, teólogos y escritores que divergen de la influencia optimista que nos legó Leibniz. De esta manera buena parte del libro está dedicada a rebatir argumentos al tiempo que, en ocasiones, también los califica. De hecho da la impresión de que, a menudo, Queiruga se empeña en defender a toda costa el “honor de Dios” de manera similar a como Leibniz se proponía, sólo que, esta vez, respondiendo a toda clase de críticas que supongan una amenaza. Teniendo en cuenta que Kant fue quien dio por clausurada la posibilidad de la Teodicea, tal como la entendió Leibniz, no es de extrañar que haya tenido que comenzar por señalar la falta de capacidad de Kant para deshacer la ambigüedad que observa en el dilema de Epicuro y que no es otra que la imposibilidad de un mundo sin mal. Pero la larga lista continúa. Por ejemplo. “Cándido o el optimismo”, de Voltaire, queda calificado como un “verdadero panfleto, por injusto e incomprensivo con el verdadero pensamiento de Leibniz, de cuya altura y seriedad filosófica se halla a muchas millas de distancia” (p.32). Cuando se nos habla del surgimiento de la idea de un Dios malvado, encontramos el reproche de que “En Schopenhauer la serpiente asoma con claridad la cabeza.” aunque “Hará falta llegar a Cioran para encontrarla formulada con claridad [...]” (p.214). El enigma planteado por Karl Rahner en “¿Por qué Dios permite que suframos?” y en el que el teólogo reflexiona diciendo: “[…] el sufrimiento constituye una verdadera manifestación de la incomprensibilidad de Dios en su ser y en su libertad. […] En su libertad, precisamente porque esa libertad de Dios – si es que ella quiere el sufrimiento de las criaturas- sigue siendo incomprensible, porque los fines sagrados que esa libertad pretende a través del sufrimiento, esos mismos fines, podrían alcanzarse también sin sufrimiento.” (p.241) es calificado por Queiruga en lo “teológicamente intolerable” (p.240). Las críticas a Jürgen Moltmann, Hans Urs von Balthasar, Lutero y Karl Barth (p.263), sin embargo, se hacen necesarias ya que, como acertadamente menciona Queiruga, resulta sorprendente la dimensión que en estos autores ha tomado el tema de la ira divina. Quizá no tanto en Lutero, al que podría suponérsele esta clase de pensamiento merced a la época a la que perteneció, sino especialmente a los otros tres teólogos mencionados. Otros reconocidos teólogos estatales tampoco quedan fuera de la crítica de Queiruga. Así el trabajo de Galindo en “El mal” pasa a ser una teoría “extraña” (p.267); y la crítica que le hizo Juan Antonio Estrada en “La imposible teodicea” no distingue para Queiruga entre el triple nivel del problema (ponerología, pistodicea y teodicea).
Queiruga, como buen pensador que es, atiende únicamente a lo que él percibe como lo racional o lo justo. Todavía me parece escuchar sus palabras cuando le oí decir que si tuviese al Papa delante diciéndole lo contrario de lo que él juzga, seguiría atendiendo a lo que le parece verdadero. También entiendo que defender hoy en día a Leibniz o a William King (por más que Queiruga busque alusiones a defensores contemporáneos para intentar revitalizar su posicionamiento) obliga a criticar duramente muchas otras posturas. Sin embargo no deja de sorprenderme que esta inmensidad de eminentes y reconocidos pensadores (es verdad que Leibniz, como una de las más grandes mentes de la filosofía, no lo fue menos) queden constantemente relegados ante los ojos de Queiruga y sus pensamientos se queden en simples errores.
Si bien se puede estar conforme o disconforme sobre las críticas que Queiruga hace en el libro sobre otros autores, creo que es un grave error arremeter contra escritores que trabajan en el ámbito de lo literario. Queiruga decide tomar esta clase de palabras como si funcionasen en el ámbito de la racionalidad y, desde ese plano, las critica como si fuesen proferidas por sus autores como pensamientos al uso. Resulta todavía más sorprendente que caiga en este vicio cuando él mismo señala en su propio libro lo inapropiado de hacer críticas de los textos sagrados interpretándolos literalmente. “Justo porque, leídas literalmente, muchas narraciones resultan simplemente intolerables, la teología debe de ser mucho más explícita en el reconocimiento de la necesidad de una estricta exigencia hermenéutica, procediendo con exquisito cuidado en la interpretación de este tipo de textos. Desde luego, hoy ya no resulta justificado apoyarse en ellos para hablar de la “ira de Dios” o del “hombre bajo la ira de Dios: una ira que no es cosa pequeña, sino algo infinito” (p.262). El caso es que estas palabras no se las aplica a él mismo para el plano literario y se embarca en un ataque a varios de los textos y escritores más admirados que tradicionalmente “atentan” (o parecen hacerlo) contra el honor y la bondad de Dios. Así “La peste”, de Camus; “Los hermanos Karamazov”, de Dostoievski y “Sobre héroes y tumbas” de Ernesto Sabato son víctimas de los ataques de Queiruga. Especialmente digno de señalar es el último caso. No sólo porque, a diferencia de todos los anteriores, decida citarlo en una jerarquía inferior (a pie de página). También por el menosprecio con el que se enzarza frente a un personaje literario (Fernando Vidal Olmos). Así, Queiruga, se expresa en estos términos:
La cita que acabo de transcribir lleva una falta ortográfica. Un detalle que, en principio, no tendría por qué tener mayor importancia ya que es normal que en todo libro haya siempre varias erratas (en éste no hay muchas aunque sí varias en una misma página). Pero en este caso da la impresión de que, más que ser una errata, es una falta ortográfica motivada por el desinterés hacia el libro en el que habla este “alucinado” personaje. Sabato, el apellido del autor, es efectivamente una palabra esdrújula. Como tal, en principio, debería de llevar tilde, pero se da la particularidad de que este apellido de origen italiano no la lleva. Aunque un lector desconozca la circunstancia de este caso concreto fácilmente comprenderá que algún motivo existirá para que en todos los títulos de sus libros se muestre a Sabato sin acento.
[1] El libro ha sido publicado casi simultáneamente en Galaxia y en Trotta, pero todas las referencias corresponden a la edición de la Editorial Galaxia. La traducción de las citas ha sido hecha por mí.
[2] José María Castillo, según explica durante página y media en “Dios y nuestra felicidad”, prefiere asumir que resulta incognoscible para los seres humanos ya que se encuentra en el ámbito de lo trascendente.
Editorial Trotta: "Repensar el mal. De la ponerología a la teodicea". En lengua castellana. Primera edición, 2011 (Madrid) [1].
Andrés Torres Queiruga sintetiza en este libro sus respuestas a una inquietud que ya en sus tiempos de estudiante en la Facultad de Comillas le venía ocupando y preocupando. Nos cuenta como, por entonces, tuvo la intuición de “el bote de cola-cao” lleno de piedras (p.88) en el cual era imposible que todas las piedrecitas cuadrasen perfectamente. Una imagen que, según él mismo confiesa, viene a ilustrar la imposibilidad de conseguir un orden perfecto en un mundo necesariamente finito. Así pues Queiruga ha ido desarrollando sus ideas respecto al tema al tiempo que ha sabido ver las posibles objeciones que se le pueden presentar. Creo que en este sentido Queiruga ha sido especialmente sensible, no sólo ante el propio problema del mal que otros autores contemporáneos eluden afrontar [2] en tanto que él siempre se ha mostrado dispuesto a leer cualquier clase de escrito referido al tema que cayese en sus manos, sino también ante las críticas y las posibles críticas, consiguiendo un libro meritorio que, podrá gustar en mayor o menor medida, pero que siempre hará reflexionar al saber alcanzar los recovecos de unos de los principales problemas de la filosofía (especialmente de la filosofía de la religión) y de la teología.
Partiendo de la influencia de Leibniz, al que el autor atribuye haber abierto el camino para la resolución de algunos de los aspectos fundamentales del problema del mal, Queiruga construye sus propias explicaciones al tiempo que busca responder afanosamente a toda clase de sombra de duda que cualquier crítica pueda presentarle. Teniendo en cuenta que el Terremoto de Lisboa supuso, históricamente hablando, el fin de la visión optimista espoleada por Leibniz, no es de extrañar que Queiruga se vea en la necesidad de no dejar títere con cabeza entre los más destacados filósofos, teólogos y escritores que divergen de la influencia optimista que nos legó Leibniz. De esta manera buena parte del libro está dedicada a rebatir argumentos al tiempo que, en ocasiones, también los califica. De hecho da la impresión de que, a menudo, Queiruga se empeña en defender a toda costa el “honor de Dios” de manera similar a como Leibniz se proponía, sólo que, esta vez, respondiendo a toda clase de críticas que supongan una amenaza. Teniendo en cuenta que Kant fue quien dio por clausurada la posibilidad de la Teodicea, tal como la entendió Leibniz, no es de extrañar que haya tenido que comenzar por señalar la falta de capacidad de Kant para deshacer la ambigüedad que observa en el dilema de Epicuro y que no es otra que la imposibilidad de un mundo sin mal. Pero la larga lista continúa. Por ejemplo. “Cándido o el optimismo”, de Voltaire, queda calificado como un “verdadero panfleto, por injusto e incomprensivo con el verdadero pensamiento de Leibniz, de cuya altura y seriedad filosófica se halla a muchas millas de distancia” (p.32). Cuando se nos habla del surgimiento de la idea de un Dios malvado, encontramos el reproche de que “En Schopenhauer la serpiente asoma con claridad la cabeza.” aunque “Hará falta llegar a Cioran para encontrarla formulada con claridad [...]” (p.214). El enigma planteado por Karl Rahner en “¿Por qué Dios permite que suframos?” y en el que el teólogo reflexiona diciendo: “[…] el sufrimiento constituye una verdadera manifestación de la incomprensibilidad de Dios en su ser y en su libertad. […] En su libertad, precisamente porque esa libertad de Dios – si es que ella quiere el sufrimiento de las criaturas- sigue siendo incomprensible, porque los fines sagrados que esa libertad pretende a través del sufrimiento, esos mismos fines, podrían alcanzarse también sin sufrimiento.” (p.241) es calificado por Queiruga en lo “teológicamente intolerable” (p.240). Las críticas a Jürgen Moltmann, Hans Urs von Balthasar, Lutero y Karl Barth (p.263), sin embargo, se hacen necesarias ya que, como acertadamente menciona Queiruga, resulta sorprendente la dimensión que en estos autores ha tomado el tema de la ira divina. Quizá no tanto en Lutero, al que podría suponérsele esta clase de pensamiento merced a la época a la que perteneció, sino especialmente a los otros tres teólogos mencionados. Otros reconocidos teólogos estatales tampoco quedan fuera de la crítica de Queiruga. Así el trabajo de Galindo en “El mal” pasa a ser una teoría “extraña” (p.267); y la crítica que le hizo Juan Antonio Estrada en “La imposible teodicea” no distingue para Queiruga entre el triple nivel del problema (ponerología, pistodicea y teodicea).
Queiruga, como buen pensador que es, atiende únicamente a lo que él percibe como lo racional o lo justo. Todavía me parece escuchar sus palabras cuando le oí decir que si tuviese al Papa delante diciéndole lo contrario de lo que él juzga, seguiría atendiendo a lo que le parece verdadero. También entiendo que defender hoy en día a Leibniz o a William King (por más que Queiruga busque alusiones a defensores contemporáneos para intentar revitalizar su posicionamiento) obliga a criticar duramente muchas otras posturas. Sin embargo no deja de sorprenderme que esta inmensidad de eminentes y reconocidos pensadores (es verdad que Leibniz, como una de las más grandes mentes de la filosofía, no lo fue menos) queden constantemente relegados ante los ojos de Queiruga y sus pensamientos se queden en simples errores.
Si bien se puede estar conforme o disconforme sobre las críticas que Queiruga hace en el libro sobre otros autores, creo que es un grave error arremeter contra escritores que trabajan en el ámbito de lo literario. Queiruga decide tomar esta clase de palabras como si funcionasen en el ámbito de la racionalidad y, desde ese plano, las critica como si fuesen proferidas por sus autores como pensamientos al uso. Resulta todavía más sorprendente que caiga en este vicio cuando él mismo señala en su propio libro lo inapropiado de hacer críticas de los textos sagrados interpretándolos literalmente. “Justo porque, leídas literalmente, muchas narraciones resultan simplemente intolerables, la teología debe de ser mucho más explícita en el reconocimiento de la necesidad de una estricta exigencia hermenéutica, procediendo con exquisito cuidado en la interpretación de este tipo de textos. Desde luego, hoy ya no resulta justificado apoyarse en ellos para hablar de la “ira de Dios” o del “hombre bajo la ira de Dios: una ira que no es cosa pequeña, sino algo infinito” (p.262). El caso es que estas palabras no se las aplica a él mismo para el plano literario y se embarca en un ataque a varios de los textos y escritores más admirados que tradicionalmente “atentan” (o parecen hacerlo) contra el honor y la bondad de Dios. Así “La peste”, de Camus; “Los hermanos Karamazov”, de Dostoievski y “Sobre héroes y tumbas” de Ernesto Sabato son víctimas de los ataques de Queiruga. Especialmente digno de señalar es el último caso. No sólo porque, a diferencia de todos los anteriores, decida citarlo en una jerarquía inferior (a pie de página). También por el menosprecio con el que se enzarza frente a un personaje literario (Fernando Vidal Olmos). Así, Queiruga, se expresa en estos términos:
“Merecería citar también por extenso los alucinados razonamientos del personaje de la novela de Ernesto Sábato, Sobre héroes y Tumbas [...]” (p.236).Al ver esta clase de críticas uno tiene la impresión de ver al Quijote arremetiendo contra los molinos ya que las recriminaciones se dirigen hacia una expresión artística que supone una forma de sentir la vida y que no es otra que la del autor, o la de sus lectores. Bien es cierto que esta confusión de planos no es exclusiva de Queiruga, pero sí igualmente dolorosa ya que supone la censura de una sensibilidad, de una forma de afrontar la vida de una serie de personas. No quiero extenderme entrando en explicaciones que estarían en el ámbito de la teoría de la literatura, pero creo que a cualquier persona le resulta evidente que cuando un escritor crea un personaje que es un asesino en serie no significa que el propio escritor lo sea ni que defienda semejante postura. Es más, generalmente las personas que se expresan artísticamente en estos términos suelen ser las que más rechazan la violencia y las más proclives a evitarla (incluso en la más mínima proporción).
La cita que acabo de transcribir lleva una falta ortográfica. Un detalle que, en principio, no tendría por qué tener mayor importancia ya que es normal que en todo libro haya siempre varias erratas (en éste no hay muchas aunque sí varias en una misma página). Pero en este caso da la impresión de que, más que ser una errata, es una falta ortográfica motivada por el desinterés hacia el libro en el que habla este “alucinado” personaje. Sabato, el apellido del autor, es efectivamente una palabra esdrújula. Como tal, en principio, debería de llevar tilde, pero se da la particularidad de que este apellido de origen italiano no la lleva. Aunque un lector desconozca la circunstancia de este caso concreto fácilmente comprenderá que algún motivo existirá para que en todos los títulos de sus libros se muestre a Sabato sin acento.
[1] El libro ha sido publicado casi simultáneamente en Galaxia y en Trotta, pero todas las referencias corresponden a la edición de la Editorial Galaxia. La traducción de las citas ha sido hecha por mí.
[2] José María Castillo, según explica durante página y media en “Dios y nuestra felicidad”, prefiere asumir que resulta incognoscible para los seres humanos ya que se encuentra en el ámbito de lo trascendente.
Etiquetas: Andrés Torres Queiruga, Filosofía, Galaxia, Religión, Repensar el mal, Trotta
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