"Las semillas de la violencia",de Luis Rojas Marcos:Un libro interesante que pudo haber llegado más lejos.
Espasa Calpe, 1996 (octava edición).
A grandes rasgos se podría decir que en este libro se albergan muchas verdades pero que, junto a unas pocas ideas cuestionables, queda depreciado por el formato del propio libro. Quizás la mayor parte de este problema venga dado por la editorial. Unido al escepticismo que suelo mostrar hacia los premios que concede cada editorial a sus libros se une también el que hace mucho es un esquema recurrente de muchas editoriales, el de hacer reediciones innecesarias y con una rapidez exagerada con el fin de dar a sobreentender en poco tiempo al público de masas que nos encontramos ante un libro de éxito cuando, en realidad, no puede existir tanto margen entre la predicción y las ventas. En el caso del libro reseñado declaraban ir por la octava edición después de apenas transcurridos cuatro meses desde la publicación original.
Siguiendo con las generalidades de lo que se refiere al libro resulta también llamativo el estilo del autor. Unido a las influencias declaradas por él mismo al principio del libro (las ideas humanistas de Erich Fromm y Ashley Montagu, la victimización de Susan Brownmiller y Judith L. Herman, y las perspectivas sociales y culturales de Peter Gay y Deborah Prothow-Smith) se encuentran grandes dosis de lo aprendido en la experiencia profesional del propio Rojas Marcos junto a su diversa formación humanista, cosa que redunda en beneficio del tratamiento de los problemas. Sin embargo resulta llamativo el que no exista ningún tipo de nota a pie de página que explique las alusiones, y más todavía que el propio Rojas Marcos aluda constantemente a diversos estudios sin citarlos para nada. En este caso no hace referencia a alguna y simplemente señala el repetido “un estudio dice”. Únicamente podremos sospechar e indagar mediante la mención de los libros de la bibliografía final a qué estudios puede referirse Rojas Marcos, aunque aquí también nos encontraremos con la dificultad de no que existe ninguna alusión a un capítulo, página o cita. Pese a que a todas luces esto resulta un grave problema para poder avalar académicamente cualquier estudio sobre la violencia no quisiera con ello restarle valor a los aciertos del libro. Imagino que habrá que sobreentender que nos encontramos ante una edición destinada al público de masas y que posiblemente debido a ello se haya decidido prescindir de una forma más o menos consciente de algunos de los requisitos mínimos de cualquier estudio académico.
Otro aspecto que llama la atención de la estructura del libro es su aspecto “disperso”. Es decir, Rojas Marcos pretende rastrear la génesis y los caminos de la violencia, pero no lo hace de una forma sistemática. La impresión que puede llevar el lector es que el autor lo mismo podría estructurarlo con otros apartados sin que hubiese mayor diferencia. Rojas Marcos parece dejarse llevar por las verdades que ha aprendido explicándolas conforme le surgen por la mente, sin elaborar un esquema definido del proceso. En este punto quizás haya que tener en cuenta lo que puede deducirse de la pequeña biografía que ofrece en su web [1]. En ella une su interés por la música con la interpretación de que la batería resulta un instrumento idóneo para niños hiperactivos, caso en el que parece caer el propio Rojas Marcos. De ser así sería posible que, en cierto modo, explicase tanto la falta de una clara estructura en el discurso del libro como la marginación del apartado siempre tedioso de las necesarias alusiones a los diversos estudios.
Uno de los problemas más importantes que he encontrado en el libro es la circunstancia, más o menos velada, de observar el mundo desde la perspectiva de una única clase socioeconómica. Es cierto que, por definición, cualquier hermenéutica hace imposible una interpretación completamente objetiva. Pero, en lo posible, debemos de evitar cualquier encasillamiento. Rojas Marcos parece quedar preso en la autojustificación de la clase media-alta a la que pertenece. Para ello magnifica los problemas de las clases socioeconómicas bajas y, teniendo en cuenta que no hace una exposición igual de clara del fenómeno de la violencia en otras clases sociales, parece acabar por demonizar a los estratos socioeconómicos más desfavorecidos. En la página 101 podemos leer lo siguiente: “En efecto, los hogares donde con mayor frecuencia se maltrata con crueldad a los niños son aquellos donde cunden las privaciones, la ignorancia, la inseguridad, el estrés y la desesperanza. Estas moradas suelen estar constituidas por familias numerosas, con hijos que ni se planearon ni se deseaban. Se caracterizan por un estado crónico de desempleo, por padres impulsivos y propensos al uso del alcohol o de las drogas, mal preparados y sin recursos, tanto económicos como afectivos, para llevar a cabo las enormes tareas y responsabilidades de la crianza, y aislados de fuentes de apoyo como familiares, amigos y organizaciones comunitarias o servicios sociales”. Es claro y evidente que estas circunstancias generan un ambiente de violencia propicio para la agresión maligna (la que el mismo Rojas Marcos declara como objetivo del libro). El problema llega en que si atendemos a las referencias repetidas y casi exclusivas a las clases sociales bajas, podríamos acabar pensando que el único o el principal foco del problema procede de esta situación. Como ejemplo representativo de las continuadas referencias en la misma dirección resulta especialmente destacada la alusión a la violación de la joven blanca, agente de bolsa en Wall Street y violada por cuatro jóvenes de raza negra procedentes de barrios marginales (página 83). Con la actitud que subyace en este libro, y que también queda plasmada en este ejemplo, termina consumando el eje principal de la violencia en las clases bajas, al tiempo que justifica la situación de la clase media-alta. Una tendencia que, por cierto, discurre paralela a la herencia puritana llegada a Norteamérica de percibir la posesión de dinero como signo de éxito o Don de Dios. Rojas Marcos no parece querer interrogarse por la violencia en las clases media y alta. Una violencia que podría calificarse de menos “llamativa” pero que existe a través de caminos como la opresión de clases o como la deshumanización ligada al sistema de mercado capitalista. En parte por consecuencia de estas circunstancias Rojas Marcos afirma desconocer por qué, en general, hay más suicidios en las clases altas que en las bajas (p.157). Pero este detalle es otro elemento revelador del nihilismo al que avoca a las clases media-alta el sistema actual. Y como él mismo señala acertadamente en el mismo libro, la carencia de valores y metas verdaderas en la vida supone un primer y claro detonante de una más que probable actitud violenta.
Hay otra serie de puntos que también son susceptibles de crítica. Si su declarado optimismo resulta una actitud que cabría calificar de madura para un adulto, también puede ser perjudicial en unas dosis lo suficientemente altas como para que se pierda la referencia con la realidad. En este sentido habría que calificar su idea de que los niños son hoy en día algo deseado en lugar de objetos útiles. Es cierto que el control de la natalidad puede hacerse más eficientemente hoy en día en occidente, pero también es verdad que un mínimo análisis psicológico deja fácilmente a las claras que, en muchas ocasiones, los hijos son más una “tapadera” para los padres que un fin en sí mismos. Así abundan padres que desean tener hijos para que consigan lo que ellos no pudieron ser, para solventar el vacío de sus vidas, para no parecer una familia “rara”, etc... Este optimismo también parece ser uno de los acicates para que Rojas Marcos llegue a declarar que “Todos sabemos lo que es amar y lo que es odiar” (p.51). Algo que resulta diametralmente opuesto a la afirmación que hace Ortega y Gasset en su libro “Estudios sobre el amor” al describir a la mayoría de la población como desconocedora de lo que es realmente el amor. Para Ortega el amor es una emoción estética y, como tal, pocos pueden alcanzarla. Consiguientemente la mayoría de la gente pasa por la vida sin conocer el verdadero significado de esa palabra. Teniendo en cuenta que el odio no es una emoción estética (y por lo tanto se encuentra susceptible de estar al alcance de la mano de cualquiera) la relación correcta hubiese sido cariño-odio. Ya que el cariño sí que es algo al alcance de todo el mundo.
[1]:Resulta sorprendentemente que en su propia web oficial sólo se muestre en idioma castellano, pese a que Rojas Marcos tenga la nacionalidad estadounidense y haya residido y trabajado la mayor parte de la vida en Estados Unidos.
A grandes rasgos se podría decir que en este libro se albergan muchas verdades pero que, junto a unas pocas ideas cuestionables, queda depreciado por el formato del propio libro. Quizás la mayor parte de este problema venga dado por la editorial. Unido al escepticismo que suelo mostrar hacia los premios que concede cada editorial a sus libros se une también el que hace mucho es un esquema recurrente de muchas editoriales, el de hacer reediciones innecesarias y con una rapidez exagerada con el fin de dar a sobreentender en poco tiempo al público de masas que nos encontramos ante un libro de éxito cuando, en realidad, no puede existir tanto margen entre la predicción y las ventas. En el caso del libro reseñado declaraban ir por la octava edición después de apenas transcurridos cuatro meses desde la publicación original.
Siguiendo con las generalidades de lo que se refiere al libro resulta también llamativo el estilo del autor. Unido a las influencias declaradas por él mismo al principio del libro (las ideas humanistas de Erich Fromm y Ashley Montagu, la victimización de Susan Brownmiller y Judith L. Herman, y las perspectivas sociales y culturales de Peter Gay y Deborah Prothow-Smith) se encuentran grandes dosis de lo aprendido en la experiencia profesional del propio Rojas Marcos junto a su diversa formación humanista, cosa que redunda en beneficio del tratamiento de los problemas. Sin embargo resulta llamativo el que no exista ningún tipo de nota a pie de página que explique las alusiones, y más todavía que el propio Rojas Marcos aluda constantemente a diversos estudios sin citarlos para nada. En este caso no hace referencia a alguna y simplemente señala el repetido “un estudio dice”. Únicamente podremos sospechar e indagar mediante la mención de los libros de la bibliografía final a qué estudios puede referirse Rojas Marcos, aunque aquí también nos encontraremos con la dificultad de no que existe ninguna alusión a un capítulo, página o cita. Pese a que a todas luces esto resulta un grave problema para poder avalar académicamente cualquier estudio sobre la violencia no quisiera con ello restarle valor a los aciertos del libro. Imagino que habrá que sobreentender que nos encontramos ante una edición destinada al público de masas y que posiblemente debido a ello se haya decidido prescindir de una forma más o menos consciente de algunos de los requisitos mínimos de cualquier estudio académico.
Otro aspecto que llama la atención de la estructura del libro es su aspecto “disperso”. Es decir, Rojas Marcos pretende rastrear la génesis y los caminos de la violencia, pero no lo hace de una forma sistemática. La impresión que puede llevar el lector es que el autor lo mismo podría estructurarlo con otros apartados sin que hubiese mayor diferencia. Rojas Marcos parece dejarse llevar por las verdades que ha aprendido explicándolas conforme le surgen por la mente, sin elaborar un esquema definido del proceso. En este punto quizás haya que tener en cuenta lo que puede deducirse de la pequeña biografía que ofrece en su web [1]. En ella une su interés por la música con la interpretación de que la batería resulta un instrumento idóneo para niños hiperactivos, caso en el que parece caer el propio Rojas Marcos. De ser así sería posible que, en cierto modo, explicase tanto la falta de una clara estructura en el discurso del libro como la marginación del apartado siempre tedioso de las necesarias alusiones a los diversos estudios.
Uno de los problemas más importantes que he encontrado en el libro es la circunstancia, más o menos velada, de observar el mundo desde la perspectiva de una única clase socioeconómica. Es cierto que, por definición, cualquier hermenéutica hace imposible una interpretación completamente objetiva. Pero, en lo posible, debemos de evitar cualquier encasillamiento. Rojas Marcos parece quedar preso en la autojustificación de la clase media-alta a la que pertenece. Para ello magnifica los problemas de las clases socioeconómicas bajas y, teniendo en cuenta que no hace una exposición igual de clara del fenómeno de la violencia en otras clases sociales, parece acabar por demonizar a los estratos socioeconómicos más desfavorecidos. En la página 101 podemos leer lo siguiente: “En efecto, los hogares donde con mayor frecuencia se maltrata con crueldad a los niños son aquellos donde cunden las privaciones, la ignorancia, la inseguridad, el estrés y la desesperanza. Estas moradas suelen estar constituidas por familias numerosas, con hijos que ni se planearon ni se deseaban. Se caracterizan por un estado crónico de desempleo, por padres impulsivos y propensos al uso del alcohol o de las drogas, mal preparados y sin recursos, tanto económicos como afectivos, para llevar a cabo las enormes tareas y responsabilidades de la crianza, y aislados de fuentes de apoyo como familiares, amigos y organizaciones comunitarias o servicios sociales”. Es claro y evidente que estas circunstancias generan un ambiente de violencia propicio para la agresión maligna (la que el mismo Rojas Marcos declara como objetivo del libro). El problema llega en que si atendemos a las referencias repetidas y casi exclusivas a las clases sociales bajas, podríamos acabar pensando que el único o el principal foco del problema procede de esta situación. Como ejemplo representativo de las continuadas referencias en la misma dirección resulta especialmente destacada la alusión a la violación de la joven blanca, agente de bolsa en Wall Street y violada por cuatro jóvenes de raza negra procedentes de barrios marginales (página 83). Con la actitud que subyace en este libro, y que también queda plasmada en este ejemplo, termina consumando el eje principal de la violencia en las clases bajas, al tiempo que justifica la situación de la clase media-alta. Una tendencia que, por cierto, discurre paralela a la herencia puritana llegada a Norteamérica de percibir la posesión de dinero como signo de éxito o Don de Dios. Rojas Marcos no parece querer interrogarse por la violencia en las clases media y alta. Una violencia que podría calificarse de menos “llamativa” pero que existe a través de caminos como la opresión de clases o como la deshumanización ligada al sistema de mercado capitalista. En parte por consecuencia de estas circunstancias Rojas Marcos afirma desconocer por qué, en general, hay más suicidios en las clases altas que en las bajas (p.157). Pero este detalle es otro elemento revelador del nihilismo al que avoca a las clases media-alta el sistema actual. Y como él mismo señala acertadamente en el mismo libro, la carencia de valores y metas verdaderas en la vida supone un primer y claro detonante de una más que probable actitud violenta.
Hay otra serie de puntos que también son susceptibles de crítica. Si su declarado optimismo resulta una actitud que cabría calificar de madura para un adulto, también puede ser perjudicial en unas dosis lo suficientemente altas como para que se pierda la referencia con la realidad. En este sentido habría que calificar su idea de que los niños son hoy en día algo deseado en lugar de objetos útiles. Es cierto que el control de la natalidad puede hacerse más eficientemente hoy en día en occidente, pero también es verdad que un mínimo análisis psicológico deja fácilmente a las claras que, en muchas ocasiones, los hijos son más una “tapadera” para los padres que un fin en sí mismos. Así abundan padres que desean tener hijos para que consigan lo que ellos no pudieron ser, para solventar el vacío de sus vidas, para no parecer una familia “rara”, etc... Este optimismo también parece ser uno de los acicates para que Rojas Marcos llegue a declarar que “Todos sabemos lo que es amar y lo que es odiar” (p.51). Algo que resulta diametralmente opuesto a la afirmación que hace Ortega y Gasset en su libro “Estudios sobre el amor” al describir a la mayoría de la población como desconocedora de lo que es realmente el amor. Para Ortega el amor es una emoción estética y, como tal, pocos pueden alcanzarla. Consiguientemente la mayoría de la gente pasa por la vida sin conocer el verdadero significado de esa palabra. Teniendo en cuenta que el odio no es una emoción estética (y por lo tanto se encuentra susceptible de estar al alcance de la mano de cualquiera) la relación correcta hubiese sido cariño-odio. Ya que el cariño sí que es algo al alcance de todo el mundo.
[1]:Resulta sorprendentemente que en su propia web oficial sólo se muestre en idioma castellano, pese a que Rojas Marcos tenga la nacionalidad estadounidense y haya residido y trabajado la mayor parte de la vida en Estados Unidos.
Etiquetas: Espasa, Las semillas de la violencia, Luis Rojas Marcos, Psicología
Entrada más reciente Entrada antigua Inicio
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
0 comentarios:
Publicar un comentario